lunes, 15 de septiembre de 2008

Cuarenta años desapareciendo gente

El próximo aniversario del movimiento estudiantil de 1968 y su sangriento desenlace nos obliga a recordar que el Estado mexicano cumple también cuarenta años de haber instrumentado uno de los delitos más complejos de los que se tenga conocimiento, el cual ha sido bautizado por el derecho internacional humanitario con el confuso y nada expresivo término de "desaparición forzada de personas" (¡como si una desaparición pudiese ser voluntaria!). Este crimen, propio de los regímenes que ejercen el terror estatal, vulnera todos y cada uno de los derechos de la víctima y por lo general se acompaña de otros delitos no menores, como la tortura y la ejecución extrajudicial. En otras palabras, es la manera más radical en la que se puede destruir a un ser humano, pues no sólo se le despoja de su derecho a vivir, sino también a morir, ya que cancela la posibilidad de la sepultura, que es uno de los rituales sagrados más importantes que han compartido todas las civilizaciones desde la antigüedad.

En México existen más de mil detenidos-desaparecidos por razones políticas y quizá no menos de ocho mil a causa de la guerra contra el narcotráfico. En este universo de casos, el común denominador es que todos los ciudadanos, inocentes o no, en lugar de ser sometidos al proceso penal correspondiente, han sido detenidos por agentes de alguna corporación policiaca o militar y hasta la fecha se ignora su paradero. Aunque los famosos "levantados" no entran en esta categoría, sino en la de privación ilegal de la libertad en la modalidad de plagio o secuestro (que es un delito cometido únicamente por particulares), el hecho de que el Estado no promueva la apertura y el desarrollo de averiguaciones previas -tratándose de delitos federales, que se persiguen de oficio- condena al desamparo jurídico a los ofendidos.

En este país, la desaparición forzada ha sido el crimen de Estado por antonomasia: no deja huellas ni testigos, está envuelta en un marasmo jurídico que favorece la impunidad y toda denuncia cae en un hoyo negro de irresponsabilidad institucional. Como política de Estado, ha resultado una forma tan infalible de deshacerse de los "enemigos internos" que se ha aplicado con singular recurrencia. Me atrevería a afirmar incluso que, en toda Iberoamérica, sólo en Colombia y México se ejerce la desaparición forzada, tanto por motivos políticos como por los asociados al narco. Por si fuera poco, a diferencia de lo ocurrido en países como Argentina y Chile, en los que hubo una reivindicación institucional y social del problema, los desaparecidos mexicanos y sus familias han sido objeto de una doble victimización: a través de la denegación total de justicia, por parte del Estado, y con un silencio impenetrable, de parte de la sociedad. La ecuación perfecta para abrir camino a la infamia.

Como lo han descrito los escasos especialistas en el tema, los efectos de la desaparición son expansivos. Se afecta no sólo a la víctima sino a todo su entorno, a manera de círculos concéntricos. La incertidumbre y el terror generados dentro de las redes sociales del desaparecido no tienen parangón. Aunque no cabe hablar sólo de efectos disuasivos, éstos resultan los más comunes para inhibir la participación ciudadana en los movimientos sociales. Cualquier luchador social ajeno por completo a la clase política, vive con el miedo permanente de ser detenido, torturado, asesinado o desaparecido.

Las primeras desapariciones forzadas se llevaron a cabo en el contexto de los movimientos campesino y estudiantil. Los registros más actualizados sobre los desaparecidos arrancan con el campesino Santiago García, oriundo de San Jerónimo de Juárez, Gro., miembro de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, detenido el primero de mayo de 1968. Desafortunadamente no se conocen muchos casos específicos pertenecientes a ese año, pero el conjunto de pruebas reunidas conduce a sostener, con muy pocas dudas de por medio, que en 1968 la desaparición forzada se convirtió en la política de Estado que definiría el carácter de la llamada "guerra sucia".

Tengo la suerte de pertenecer a una generación de jóvenes interesados en el rescate de la memoria de dicha guerra. En un día como hoy (en el que se conmemora el inicio de la gesta independentista de los insurgentes del siglo XIX), ratifico la sensación de que, el estudio del exterminio de los insurgentes de la segunda mitad del siglo XX, ha diluido por completo mis resabios nacionalistas. Me siento realmente avergonzada de vivir en un lugar en el que mientras más grande es la atrocidad, mayor es el silencio y la complicidad social que concita. ¿Qué tiene que ver este recién descubierto país con lo que se me enseñó desde la primaria hasta la licenciatura en Historia?

Cuando me adentré en el estudio del movimiento armado socialista, consideraba que aquellas cifras abstractas de desaparecidos no pasaban de ser indicadores de la descomposición del sistema político mexicano. No tenía la menor idea de la tragedia colectiva que envuelve a las miles de familias que han sido víctimas de esta forma de tortura continuada, como tampoco la tienen el grueso de mis compatriotas, envueltos como están en dinámicas de evasión que les permitan escapar ilusoriamente de la grotesca realidad nacional.
Adolescentes y jóvenes torturados hasta lo imposible, bebés quemados con picana, niñas violadas, campesinos y guerrilleros tirados al mar desde aviones, a lo largo de ¿diez? ¿quince? ¿veinte años? ¿Dónde? ¿Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Brasil, Perú, Colombia, Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay? Sí, seguramente, pero ¿por qué en los recuentos no empezamos, en estricto orden geográfico, por México? Aquí no hubo menos desaparecidos que en Chile durante la era pinochetista, con la diferencia de que el nuestro era un régimen "democrático", había elecciones y hasta un multipartidismo disimulado.... ¿Por qué entonces el Estado mexicano ha procedido como un vulgar Estado totalitario, matando y desapareciendo a luchadores sociales? Tenemos dos posibles respuestas a esta interrogante: o los desaparecidos no existen, como lo proclama el gobierno actual a los cuatro vientos, o la democracia no existe, puesto que no es posible una democracia con ciudadanos desaparecidos.
Sabedora de que vivimos inmersos en la locura del solipsismo mediático (si no pasa por televisión ergo no existe), lamento no tener más pruebas fehacientes de la existencia de los desaparecidos que las memorias y el dolor infinito y desgarrador de sus madres, esposas, hijos y amigos. En los sesenta y setenta, cuando cientos de hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, fueron detenidos-desaparecidos, el gobierno se propuso que no quedara nada de ellos: sustrajo sus fotos, sus documentos oficiales, sus propiedades y ¡todo! lo que pudiera dar cuenta de su existencia. Poco, casi nada se ha logrado rescatar. En algunos casos ni siquiera el nombre...

Adicionalmente, a diferencia de otros lugares en los que se han puesto en marcha políticas de "justicia transicional", en México nadie habla de los desaparecidos más allá de los pequeñísimos círculos de organizaciones de familiares y exguerrilleros, que tan bien se conocen los rostros. Hasta ahora el gobierno ha triunfado: los desaparecidos han sido también sustraídos de la memoria colectiva. Creo que por eso me empecino en recordarlos todos los días. Tengo un avión Aravá a escala en la sala de mi casa, para no olvidar ni por un instante qué clase de país es este. Y cuando lo miro, no puedo evitar preguntarme: ¿quiénes? ¿cuántos? ¿por qué? Ojalá sólo fuera una cuestión de horror moral ante la barbarie, o el desmoronamiento de mi convicción de compartir una identidad nacional con una comunidad imaginaria, pero es algo tan grande que no lo puedo describir. Lo sentí desde la primera vez que, en busca de datos biográficos sobre un guerrillero, toqué a la puerta de una casa y, al explicar a la atribulada madre mi objetivo, me preguntó con la voz entrecortada: "¿tú sabes dónde está mi hijo?". Esta pregunta, repetida durante décadas por miles de voces a lo largo de América Latina, me impulsa poderosamente a buscar una respuesta.
Por otro lado, pienso conectivamente en todos los miles de "desechos humanos" que año con año van a dar a las fosas comunes, sin que nadie se tome la molestia de averiguar su procedencia. En contraste, treinta o cuarenta años después, los familiares, amigos y vecinos de los desaparecidos siguen interrogándose por su paradero. Puedo certificar que los desaparecidos fueron y siguen siendo personas muy, muy amadas, y que los suyos no han renunciado a encontrarlos. Su sentido de dignidad es una lección que no debiera pasar inadvertida a los predicadores del nihilismo. Donde la gente es capaz de amar de esa manera, puede florecer la esperanza.

A la fecha, sigo sin encontrar a los desaparecidos, pero el tamaño de la incertidumbre me ha hecho perder toda inocencia o ingenuidad acerca de la naturaleza de los sistemas políticos, ya sean autoritarios o pretendidamente democráticos. Un Estado cualquiera arrasará con todo aquello que interfiera en la consecución de fines unilateralmente establecidos.
En lo personal, en el sacrificio de toda una generación que dio su vida para cambiar el mundo, y en la lucha tenaz de las víctimas contra el terror institucionalizado, he encontrado razones de peso para restituir mi confianza en el género humano, tan resquebrajada por la abundancia de "individuos" como Luis Echeverría, Mario Moya, Fernando Gutiérrez Barrios, Luis de la Barreda, Miguel Nazar, Hermenegildo Cuenca, Francisco Quirós Hermosillo, Mario Acosta Chaparro, similares y conexos, en México y el mundo. No importa cuánto nos puedan sorprender con sus innovaciones en la tecnología del exterminio, mientras haya hombres y mujeres dispuestos a resistir la cotidianidad de la barbarie.

Considero que reivindicar la memoria de la "guerra sucia" en general y la de los desaparecidos en particular no es un mero ejercicio nostálgico u ocioso, es en última instancia un problema de definición existencial que nos permite responder a las preguntas: ¿qué hemos sido? ¿cómo queremos ser? Tengo la profundísima convicción de que los desaparecidos y los asesinados por razones políticas le hicieron falta no sólo a sus padres, esposos e hijos, nos hicieron mucha, mucha falta a todos para construir un mejor país. O por lo menos, uno en el que haya igualdad de oportunidades para todos, la rapiña de las elites sea sujeta a regulación social, el Estado no renuncie a patrocinar el bienestar común, el narcotráfico no sea simultáneamente promovido y combatido por las instituciones y los políticos, policías y militares que cometieron crímenes contra la humanidad no se paseen impunemente por México y el mundo, recibiendo condecoraciones y reconocimientos a su trayectoria. Creo que con eso me conformaría. Claro, también con que no tuviéramos que volver a poner a un ciudadano en un censo o estadística sobre desaparecidos, ni a llevar recuentos macabros sobre las décadas en que hemos permitido que se vulnere flagrantemente la dignidad humana.

1 comentario:

HellStein dijo...

Hasta este momento no tenía idea de la existencia de esa "guerra sucia"; creo que es un capítulo en la historia de la cual nosotros lo jóvenes no somos informados.

Incluso el movimiento del 68 es algo que pareciese que quiere ser ocultado; un tema que difícilmente es tratado en las escuelas ( en mi caso).

Agradezco la información aquí proporcionada. Había escuchado comentarios acerca de esos "desaparecidos" pero nunca imaginé la magnitud del asunto.

Espero que algún día llegasen a esclarecerse dichos sucesos, y no estén ocultos en la negra mente de políticos corruptos.